miércoles, 23 de enero de 2013

LAS EXPLOSIONES MAMARIAS


El propietario del unifamiliar 52 guardaba tanta rabia dentro, que era capaz de cicatrizar cualquier herida dándole la apariencia física que se le antojara. Por pura mala sangre. En la piscina de la urbanización, enfundado en un tanga de leopardo, se paseaba con chulería mostrando su piel esculpida con símbolos enigmáticos y figuras horribles. El Energúmeno disfrutaba de lo lindo viendo como todos los vecinos se iban retirando a su paso. Y es que nadie quería ser el motivo del siguiente brote artístico. Pero ahí no quedaba la cosa. El pasado invierno había desaparecido un vecino de la comunidad y ahora, casualmente, el bruto lucía en su antebrazo derecho, una cruz griega sobre una calavera. Por cierto, un trabajo exquisitamente elaborado, que para algunos dejaba a las claras que el farmacéutico del unifamiliar 65 no se había fugado con la jovencita auxiliar del culito respingón, sino que se había  defendido como un jabato antes de desaparecer sin dejar rastro.

 

Don Tomás, el propietario del unifamiliar 37, era un hombre más escéptico que el propio santo al que debía su nombre. Más serio que un tango, odiaba los chistes y a los subnormales que los contaban. Por eso, cuando un componente de la “Agrupación Pacífica con Antorchas”, se atrevió a contarle, en su propia casa, la increíble historia del Energúmeno, se sintió tan insultado que le echó a puntapiés. Pero la asociación vecinal menos pacífica de la galaxia, se congregó a las puertas de su unifamiliar para exigirle una solución. Por algo, Don Tomás era el Presidente de la comunidad. La presión le obligó a salir al balcón para prometer públicamente que, por encima de todo, dejaría zanjado el asunto del Energúmeno. La manifestación se disolvió satisfecha, pero amenazó con volver para rendir cuentas. Y lo hizo, como no, con las antorchas encendidas.

 

La preciosa hijita del Presidente, escondida tras la ventana de su habitación, había observado la inquietante reunión de los mayores sin dejar de sonreír. No era de extrañar. Tenía una sonrisa para durar cien años, pero se apagó mucho antes. Cuando los ogros de la comunidad invadieron su mundo todavía infantil.

 

 Nada le podemos reprochar al Presidente sobre la calamidad que estaba a punto de desatar. El arte de hacer creer a los demás lo que ni uno mismo cree, es un ejercicio demasiado retorcido para alguien ajeno a la política. Sin embargo, el Presidente sabía lo que le esperaba si no cumplía con su compromiso, así que durante noches enteras estuvo ensayando frente al espejo como un actor. Por la cuenta que le traía, debía persuadir a las autoridades sobre la veracidad del increíble caso del Energúmeno. Cuando dio con las palabras, la entonación y los movimientos corporales que podrían llegar a convencer al propio Santo Tomás, concertó una entrevista con la máxima autoridad policial de la ciudad.

 

El día señalado, Don Tomás me llamó a mí, el Administrador de su comunidad, y juntos nos dirigimos a la Comisaría Central. El Presidente se tiró todo el camino recitando el rollo aprendido, como un estudiante a punto de realizar un examen. Cuando entramos en el despacho del Inspector Jefe, no pude evitar un estremecimiento al comprobar que se trataba de una mujer tremendamente pechugona. No es que me disgusten las buenas delanteras, pero en los tiempos salvajes que nos han tocado vivir, lo mejor es no tentar a la suerte. De hecho, llevaba varios días refugiado en mi casa ante el alarmante incremento que habían experimentado las explosiones mamarias. Las imágenes del telediario mostraban la ciudad convertida en un infierno. En el momento menos pensado, cualquier buena señora que sufriera un ataque de risa descomunal, te podía mandar a freír espárragos de un chupinazo mamario. Nadie sabía, a ciencia cierta, cual podía ser el motivo de semejante burrada. Ni siquiera los expertos se ponían de acuerdo en qué tipo de domingas eran las más peligrosas, aunque no había que ser demasiado listo para saber que las gordas, o muy gordas, como era el caso, suponían un riesgo considerablemente más alto que las perillas limoneras de andar por casa. En este delicado asunto, nadie se mojaba oficialmente. Da lo mismo. Mi temor era cierto y no me extenderé más. Sin embargo, no pensaba salir corriendo como una gallina, así que traté de mantener la calma retirando mi vista del escote. Mientras tanto y tras las pertinentes presentaciones, el Presidente empezó su actuación. Como si estuviera en pijama frente al espejo de su casa, explicó con suma naturalidad, que en la urbanización teníamos un bruto que durante un tiempo fue considerado por los propietarios como un dios viviente, pero que ahora causaba un miedo atroz porque tenía la extraordinaria virtud de cicatrizar sus heridas a voluntad modelando sobre su piel unos horribles acertijos que, bien estudiados, podrían servir para esclarecer algunos de los misterios sin resolver que habían terminado poniendo en ridículo la labor de la policía. ¡Con dos pelotas, sí señor! Y dicho esto, el Presidente se calló satisfecho con su exposición. La Inspectora Jefe demostró ser una profesional como la copa de un pino. Aguantó el tipo realmente bien, pero finalmente, dejó de morderse los labios y se rindió. Encanada de la risa, empezó a soltar unos tremendos lagrimones y a pegar puñetazos sobre la mesa del despacho mientras se justificaba de forma entrecortada: “Perdone usted...pero eso que me cuenta…el Energúmeno…no puedo…no puedo…”

 

El pobre Don Tomás se quedó petrificado como si le hubiera mirado un basilisco, mientras la mujer se descoyuntaba de risa. Las carcajadas se fueron convirtiendo en un puro histerismo hasta que comenzaron a resonar extrañamente cavernosas. Pude comprobar horrorizado como sus enormes pechos se hinchaban peligrosamente. La mecha del petardo se había encendido. Desesperado, le hice toda clase de señas y aspavientos para avisarla, pero la insensata continuó riendo de forma descontrolada. Faltando al mínimo decoro exigible, pegué mi hombro contra las pechugas de la hembra y empecé a empujar con todas mis fuerzas, pero la presión me fue desplazando hacia atrás. Cuerpo a cuerpo, los chicharrones siguieron creciendo hasta que dejé de ver la cara a la autoridad. Aquellos pelotones de playa estaban a punto de estallar. No se podía hacer nada más. Tocaba ponerse a cubierto. Agarré al Presidente y lo saqué del despacho a empujones. Segundos después, la risotada se cortó de cuajo y un estampido hizo temblar los cimientos del edificio. Aunque el sistema automático de seguridad puso a tope la relajante música ambiental para aeropuertos, nadie pudo evitar que el pánico se extendiera como la pólvora. En estos casos, las normas aconsejan no utilizar el ascensor, así que una masa humana descontrolada colapsó las escaleras de bajada. Casi todos iban más despistados que un sordo en un baile mientras, los más listos, seguíamos mirando a nuestro alrededor no fuéramos a cruzarnos con la tonta de turno a la que siempre le da por echarse a reír como una loca en las situaciones más inconvenientes. ¡Ni se me ocurriría bailar con alguna así!

 

El Presidente no había recuperado el color de la cara, cuando cientos de nudillos llamaron a su puerta. Eran los vecinos de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” que había llegado para pedir explicaciones. La promesa no se había cumplido y el Energúmeno seguía paseándose en tanga por la urbanización con su habitual tono amenazante, así que el Presidente, resignado, abrió el balcón del unifamiliar 37 sabiendo que iba a escribir la última página de su biografía. Observó con tristeza el paisaje de teas encendidas y no supo qué decir. Fue más que suficiente. Todavía hoy, en mitad del solar situado entre el unifamiliar 36 y el 38, yace una triste corona de flores marchitas con una cinta violeta que reza en bonitas letras doradas: “tus queridos vecinos no te olvidan” Cafre, es decir poco.

 

La ingenua hijita del desaparecido Presidente pagó las consecuencias. Surgió, de entre los escombros humeantes de su hogar, abrazada a un peluche medio socarrado. A todo el mundo le dio mucha pena, sí, pero nadie se quiso hacer cargo de ella. El nuevo Presidente fue benévolo y permitió que la niña vagabundeara por los viales de la urbanización como otro juguete roto. Los propietarios la llamaban Cenicienta, no solo por haber aparecido de entre las cenizas, sino porque vivía de lo que buenamente le daban por guisar, planchar y barrer para unos y para otros. No hace falta que diga que la Cenicienta andaba muy solicitada. Sin embargo, tenía fecha de caducidad. La comunidad de propietarios había establecido que cuando la niña entrara en la mocedad, debería ser desterrada de la urbanización. El motivo no era baladí. En estos extraños tiempos, nada podía ser más peligroso que unos pechos adolescentes cebados por el rencor ciego.

 

            Habrían pasado casi dos años desde que el unifamiliar 37 fuera volatilizado, cuando recibí una llamada telefónica que lo cambiaría todo.

 

-¿Es usted el Administrador? Por favor, venga antes de que haya una desgracia. La mujer del Energúmeno se ha vuelto loca y está subida en el tejado machacando todas las tejas con un martillo -, dijo la voz del propietario.

 

-¿Y qué cojones quiere que haga yo?-, le respondí de forma airada.

 

-¡Ah! Usted sabrá, Yo ya se lo he dicho al Administrador -, y colgó.

 

¡Jope! La frasecita de siempre. Con la cara de tonto de quien no tiene otra salida, me deslicé desde mi despacho hasta el garaje a lo largo de la barra de puticlub de segunda mano que me había hecho instalar para ganar tiempo en los asuntos más urgentes, y en unos segundos estaba conduciendo a toda leche en dirección a la comunidad.

 

Los cánticos religiosos que provenían del otro lado del muro electrificado de la urbanización me sobrecogieron. Tuve cuidado en dar la contraseña correcta al conserje mercenario y atravesé el portón de entrada seguido de cerca por el cañón de su lanzallamas. No hubiera sido el primer administrador que cae pajarito a las puertas de su comunidad por un despiste tonto. Las explosiones mamarias habían convertido la ciudad en un lugar inhabitable y el éxodo masivo hacia los extrarradios, habían obligado a las comunidades de propietarios a fortificarse tomando medidas un tanto radicales. Si alguien se columpiaba al decir la contraseña de entrada, no se hacían más preguntas; había barbacoa. Los seguros de las comunidades se encargaban de cubrir cualquier accidente que pudieran ocasionar las conductas de los conserjes armados y claro está, las pólizas eran astronómicas. Pero daba igual. Los propietarios pagaban lo que fuera, siempre que el olor a quemado les hicieran sentir bien protegidos.

 

Estaba dentro de la urbanización. Los vecinos me rodearon, me pusieron un collar de flores en señal de bienvenida y me subieron sobre una peana como si fuera el santo patrón del pueblo. Algo mareado por la densa nube de incienso que me estaba soltando un vecino con sotana, empecé a avanzar sobre una masa de cabezas hacia el unifamiliar de la loca del martillo. El aislamiento de las comunidades del extrarradio, había propiciado el desarrollo de ciertas costumbres primitivas contra las que nada se podía hacer, así que me dejé llevar. Sentado en el trono de la peana, me ajusté el nudo de la corbata y me propuse disfrutar de las vistas privilegiadas del viaje.

 

Pasamos ante los restos del unifamiliar 37. La hijita del Presidente estaba intentando hacer volar una cometa roja, pero aquel tampoco parecía ser su día. La escena de la niña solitaria, incapaz de levantar su cometa del suelo, me conmovió. De repente, alzó la vista y me clavó su mirada rabiosa. El azul profundo de sus ojos me aturdió y tuve una sensación de culpa. Tal vez pude haber hecho algo más por su padre y lo dejé solo ante la plebe descerebrada. Quién sabe…tal vez. Me tapé un ratito los ojos e imaginé que estaba en una hamaca en mitad de una playa caribeña, mecido por cuatro mulatas en bolas, y el remordimiento desapareció de inmediato. Lo de las mulatas siempre funciona.

 

Al final, llegamos al unifamiliar 52. La comitiva se paró delante de la escalera que los vecinos habían apoyado en la fachada. Clavando tacón sobre los riñones de los propietarios que se habían puesto a cuatro patas para permitirme bajar de la peana, llegué al suelo como una puta vedette. Tengo que reconocer que la experiencia me gustó tanto que más adelante, intenté introducir esta buena costumbre en la ciudad. Sin embargo, el gremio del taxi no solamente manifestó su negativa a incluir este servicio con la bajada de bandera, sino que puso precio a mi cabeza. Aún hoy, procuro mirar varias veces antes de cruzar la calle por lo que pudiera pasar. Pero todo esto forma parte de otra de mis apasionantes historias. Hoy, tenía la misión de quitarle el martillo a una loca en un tejado y estaba decidido a cumplir mi cometido.

 

Jaleado por los vecinos de la urbanización, empecé a subir por la escalera. Me sentía como un valiente bombero al rescate. Siempre he querido ser bombero. Subía pensando que cuando consiguiera ganar el dinero suficiente, tiraría a la basura la vieja barra de puticlub de mi despacho, llena de unos extraños chorretones babosos que no se quitaban ni con lejía, y me compraría la brillante barra de bomberos que siempre he deseado. ¡La de horas que me habría tirado en el escaparate de la tienda de barras de bomberos con la cara aplastada en el cristal!

 

Llevaba un buen rato subiendo y todavía no se veía el final. Ni el final ni el principio, porque el suelo también había desaparecido. Se quedó atrás con el sol y el buen tiempo. Donde me encontraba, en mitad de la nada, estaba empezando a chispear. El caso es que daba la impresión que más arriba, estaba cayendo una tormenta del copón. Parece mentira lo que puede dar de sí un simple unifamiliar de dos plantas.

 

Hice una parada para recuperar el fuelle y solté una rica meadita hacia el infinito. Sublime sensación, por cierto. A lo lejos, pude ver a la Cenicienta, forcejeando por hacer volar su cometa. En fin, una pobre desgraciada. Respiré hondo, me acordé de mis mulatas en bolas y seguí subiendo. Subí lo que no está en los escritos, hasta que, por fin, exhausto, alcancé el tejado. Efectivamente, allí hacía un tiempo de perros. En mitad de una cortina de agua, pude ver a la mujer del Energúmeno. Estaba agachada  cascando todas las tejas que pillaba. Me acerqué para quitarle el martillo y se incorporó con la agilidad de un felino. Me miró encolerizada y alzó el martillo para partirme en dos. No me fue posible devolverle la misma mirada desafiante. Como si me hubiera clavado los zapatos al suelo con su martillo, estaba paralizado ante tan majestuosa hembra erguida. Una diosa. El invisible camisón empapado de agua se pegaba a su cuerpo, como una segunda piel, para dibujar unas curvas de impresión. No voy a mentir, la mirada que le devolví fue la de un cordero degollado. Algo inevitable. ¡Si hasta oía violines! Estaba tan rendido que llegué a pensar que ese infierno era el lugar más maravilloso del mundo para morir. “Dame duro, amor”, le susurré con suavidad. El martillo ya se había levantado para abrirme la cabeza como un melón y yo lo único que hacía era sonreír como un imbécil.

 

“¡¡¡¿Qué coño hace el Administrador en el tejado de mi casa con mi mujer en pelotas?!!!” El tremendo bramido que soltó el Energúmeno paró el movimiento de rotación de nuestro planeta durante unos segundos. Los violines desaparecieron y volví en mí. No dejaba de ser curioso que la única frase sensata que había escuchado en toda esta historia hubiera salido de la boca del más bruto. Efectivamente, ¿Qué coño hacía allí arriba con su mujer desnuda? Buena pregunta. Pues la verdad, se van sucediendo las cosas, una tras otra y…ni puta idea.

 

Al oír el grito del bruto, su mujer se volvió en redondo y me plantó su maravilloso trasero en la cara. En cada malsano reojo que le echaba, volvía a escuchar, de forma intermitente, los violines, así que decidí olvidarme definitivamente del culo y fijarme en el Energúmeno. Fue entonces cuando me di cuenta del tamaño de mi problema. ¡Menudo pedazo de mastodonte había salido por la claraboya de la cubierta! Su mujer, poseída por un ataque de cuernos, había tenido que cargarse medio tejado a martillazo limpio para conseguir que su marido viniera a darle una explicación. Le había pillado en el móvil unos mensajitos subidos de tono enviados por alguna chavala bastante cachonda. La discusión a grito pelado, dio paso a un inevitable choque de trenes que me pilló en el medio. El tejado se convirtió en un lugar muy pequeño para los tres. Parecía un ring endiablado donde los tortazos y los martillados volaban de aquí para allá sin conocimiento. La lluvia arreció y mi situación se volvió tan apurada que hasta vi cosas que vosotros no creeríais: ataques a naves en llamas más allá de Orión o brillar Rayos-C en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Pero la supuesta nave en llamas no era otra cosa que la cometa roja de la niña Cenicienta que apareció en mitad de la tormenta para quedarse enredada en la antena de la televisión. Una cometa infantil que estaba tan fuera de lugar en ese infierno, que a todos nos dejó descolocados. El forcejeo cesó y los tres nos acercamos intrigados al juguete hasta juntar nuestras caras. Como unos siameses trillizos pegados por las mejillas, pudimos leer con perplejidad lo que la niña había escrito con grandes letras mayúsculas sobre la tela de su cometa: “JODEROS”

 

La ingenua niñita había trazado el plan más perfecto que se pudiera imaginar. Un plan que nos había convertido a todos en sus marionetas. Seguramente, el cerebro escurrido del Energúmeno no llegó a entender lo que estaba pasando, pero su mujer y yo lo vimos tan claro que nos dio un ataque de risa. No era para menos. Mediante el envío de unos mensajes guarros más falsos que Judas, la Cenicienta había conseguido meter en una ratonera a las dos personas que entendía responsables de su desgracia. Y allí estábamos el Energúmeno y yo, calados hasta los huesos, como dos piltrafas. Sin duda, aquello era para partirse el pecho de risa. La única pieza que no me encajaba era la presencia de la loca del martillo. Sin embargo, cuando observé aterrorizado cómo se le empezaban a hinchar las tetas en cada carcajada, dejé de reír. El rompecabezas se había completado. Ese día solo habría un ganador y no estaba, precisamente, sobre el tejado.

 

Los pechos de la hembra iban ganando volumen de forma amenazadora, hasta que terminaron hinchados como bombonas de butano. En aquella enormidad ya no cabía ni el pedo de un moquito. De repente, se empezaron a marcar las primeras grietas. Sin escapatoria posible, el Energúmeno y yo nos miramos como un par de colegiales asustados, nos cogimos de la mano y cerramos con fuerza los ojos. En silencio, escuchamos una última carcajada entrecortada. La explosión mamaria fue tan espantosa que todos los vecinos de la urbanización rebotaron en el suelo como si estuvieran saltando sobre una cama elástica. Lo de allí arriba fue mucho peor. El fin del mundo había llegado para nosotros.

 

Ni un rasguño, oye. ¿Un milagro? Dejémoslo en puro churro. Me caí por la claraboya del tejado en el mismo momento del chupinazo y salvé el pellejo. Cuando abrí los ojos me encontraba rebotando plácidamente sobre la cama de matrimonio del Energúmeno. El animal corrió peor suerte. Todavía se debe estar recuperando en algún hospital acompañado, espiritualmente se entiende, de su bella pechugona que le estará tocando la lira por los rincones de la habitación. En cuanto a la Cenicienta, una vez superado con éxito su rito de iniciación a la edad adulta, desapareció de la urbanización. Muy lista. Sabía que era la única forma de evitarse el tirón de orejas que le esperaba cuando volviera el Energúmeno. Y de mí qué puedo contar. Pues que estoy muy contento. Con el recibo que le he pasado a la comunidad por mis servicios, me he comprado la barra de bomberos de mis sueños. Te cagas. Cada vez que me deslizo por ella, me olvido de todos los malos ratos que he pasado. Y es que hay algunos premios que compensan cualquier sacrificio.

 

Es la hora que retomo el relato que ya daba por concluido. Acabo de abrir la correspondencia y estoy aplastado contra la pared intentando mantener la máxima distancia posible de la foto que me ha llegado desde el hospital. Es el Energúmeno que no deja de mirarme desde el suelo de mi despacho. Me tapo los ojos con fuerza pero esta vez, las mulatas en bolas no acuden a mí. El único que aparece en bolas es el bruto con la camisola blanca del hospital abierta mostrándome la última cicatriz de su pecho. Una gigantesca obra de arte realizada a golpe de voluntad y mala baba, donde aparece mi vivo retrato con la lengua fuera y una soga al cuello. Por cierto, una lengua tan larga que parece que le quisiera chupar las pelotas. ¡Qué espanto! La nota manuscrita adjunta dice que está ya en camino. Debería acudir a la policía para  solicitar su protección, pero ¿quién se creería la historia del Energúmeno? Me darán una palmadita en la espalda y me acompañarán hasta la calle donde el bárbaro me aplicará la ley del oeste. No voy a perder el tiempo como hizo el pringado del Presidente. Huiré. Sí, lo tengo decido. Huiré como hizo la Cenicienta. Tengo el tiempo justo para escapar. Me deslizaré raudo por mi nueva barra de bomberos hasta el garaje y saldré pitando. Mi querida barra de bomberos…no quiero ser pesado pero todas las casas deberían tener una, porque, a las pruebas me remito, hay momentos que viene de perillas. Perillas, ¿he dicho perillas?

 

 

 

 

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